Es sábado, son las 6:30 p.m. Estamos hablando en casa de Chávez, del feminismo socialista, y de Louise Kneeland y la incompletitud que tienen los socialistas que no son feministas. Mi madre cocina para Sara, mi sobrina. Mi padre absorto con la televisión viendo el evento político del Presidente con las mujeres. Yo observando y la niña Sara jugando en la mesa del comedor y escuchándonos. Sin embargo, hablamos.
Suena el teléfono, lo tomo y al otro lado se oye la voz de mi hermano, angustiado porque hubo un tiroteo en las adyacencias de la bomba de gasolina que está en la avenida. Es decir, cerca del sitio donde él habita. Nada.
Miro a mi papá y le hago señas para que llame a mi otro hermano que se encuentra en la calle. Mi padre entiende, apaga la televisión y llama, no hay comunicación posible con mi hermano. Éste trabaja de moto taxista en el mismo lugar dónde hubo el tiroteo. No responde el teléfono. El mutismo se adueña de todos como un demonio perverso, nos contorsiona la lengua y llena de vacíos nuestros estómagos.
Mi padre cuelga el teléfono, mi madre se llena de una angustia incontenible. Ella, experta en el arte de las señas cotidianas, entiende lo que no se dice y el significado de dichas señas. Se pone pálida, tiembla y sus ojos brillan. Pareciera que el tiempo se detiene o suspende para todos. Mientras, en la callejuela del frente de la casa, hay un alboroto típico, los vecinos cuya poderosa cualidad es el manejo óptimo de la información de cada vecino o vecina, ejercen la obligada guardia en las respectivas aceras de sus casas. Allí se derriten esperando, oyendo, conversando, mirando. Ellos, amos de la información en el barrio, nunca comparten con aquellos diferentes, las intimidades de nuestras callejuelas. Tejen y destejen las vidas, sus vidas como arañas ociosas.
La callejuela es esbelta, quizás mide un metro y algo más de ancho, ella está por encima de la avenida y pegada a su amado cerro. Camina paralela, oculta a la avenida principal dónde está el comercio, la estación de gasolina y las viviendas aparentemente privilegiadas. Los niños y las niñas agitados corren de una esquina a otra y juegan sobre ella, juegan a la vida.
La pregunta de rigor, hija de la angustia, sale de la boca de mi madre ¿Pasó algo? Le respondo con una evasiva e inmediatamente, le digo a mi papá que se acomode para bajar del cerro a la avenida a ver qué pasa con mi otro hermano, pues hubo un tiroteo. No más.
Así lo hacemos. Llegamos al sitio, luego de atravesar un mar de alertas humanos. El olor a miedo eriza los pelos, los carros casi paralizados, la chica del alquiler de teléfono de la esquina está desencajada y recogiendo nerviosa sus enseres. La licorería que se encuentra en la otra esquina de la avenida y sus clientes se encuentran estremecidos, la paga se puede ir y las barras de hierro que protegen el negocio del hampa ahora son un impedimento para la cobranza. La pálida luz del poste no da para mirar bien las huellas de la Muerte, ni siquiera la guadaña con todo y su brillo. Huele a sangre.
Avanzamos cautelosamente y en la esquina donde cayeron los vivos ahora muertos, se ve sangre regando la pata del poste de luz. Los mirones observan impávidos. Dan vueltas al sitio como si fuese un ritual. Nadie dice nada, pero el ruido es ensordecedor. Los vehículos serpentean, éstos no andan se arrastran y casi detienen su marcha frente al lugar.
Ahora, pasan por la avenida manchas grises, armadas, huelen a ira a dolor, los calibres son diferentes, van muy veloces. Van desesperados, buscan. El otro, el sobreviviente está huyendo y no es uno de ellos, no está de gris. No se sabe si son otros o uno sólo el que se ha bebido la vida. La clandestina complicidad, obligada y silenciosa, aparece ahora todos saben hacia dónde se dirigió, pero nadie le vio.
Mi hermano aparece, está en la esquina dónde habitualmente hace parada para taxear. Está acompañado de otro motorizado. Ambos cuentan que se acercaron al sitio cuando se inicio el tiroteo, pero que tuvieron que refugiarse cuando el otro armado, disparó en la cabeza a uno de los hombres de gris y luego continuó disparando sin ningún remordimiento, a cuanta sombra le rodeaba amenazante. Muchos cayeron ante la frenética e irreverente actitud de indiferencia por la vida. Palidece el muchacho contando aquella experiencia, describe como de la boca del hombre de gris vivo y ahora muerto, efervecía sangre de su boca. Se le iba la sangre, se le iba la vida. Su cuerpo brincaba en el piso, dice, como si algo quisiera salir de la carne, el poste fue testigo de aquel exorcismo. Los otros caídos han corrido con mejor suerte, les quedo algo de sangre, es decir de vida. Todo está lúgubre. La muerte brilla.
Ahora, el sermón de mi padre. Mi hermano, oye indiferente. Veremos. Retornamos y un alivio casi morboso saca los vacios que estaba en nuestros estómagos.
En casa, mi madre está sentada en el mueble de la sala, quince gotas de preciosa valeriana han domado las ansias y la angustia de su cuerpo. Nos pregunta. Le respondemos, que nada no le ha pasado nada. Sólo hay dos muertos y muchos heridos, pero podemos contarle sólo acerca de uno de los muertos. No te preocupes, él ya viene, le dice mi padre. Mi sobrina ha dejado de comer perdió, quién sabe dónde, el apetito. Ella es así. Ahora juega con sus dedos en la boca, creo que sus dientes están batallando con sus uñas.
Las casas de nuestro barrio son la mejor demostración del saber popular en cuanto a la construcción. En nuestro barrio tenemos toda clase de profesionales no titulados. Hay quién pega cerámica de forma magistral y muy limpia, el plomero, el electricista, el maestro de obra y hasta el que diseña. Asimismo no hay que ir muy lejos a buscar quien pegue un cierre, coja un ruedo, haga tortas, de clases, pinte una pared o arregle un artefacto electrodoméstico.
Han tomado por asalto el Bloque, dice mi padre. Quién había subido a la platabanda de la casa a cavilar. Mi otro hermano, llama y confirma lo dicho por mi padre. El es un brujo urbano. Hay mucho plomo, dice. Allá en el bloque morocho, eso está feo.
Suena el teléfono, lo tomo y al otro lado se oye la voz de mi hermano, angustiado porque hubo un tiroteo en las adyacencias de la bomba de gasolina que está en la avenida. Es decir, cerca del sitio donde él habita. Nada.
Miro a mi papá y le hago señas para que llame a mi otro hermano que se encuentra en la calle. Mi padre entiende, apaga la televisión y llama, no hay comunicación posible con mi hermano. Éste trabaja de moto taxista en el mismo lugar dónde hubo el tiroteo. No responde el teléfono. El mutismo se adueña de todos como un demonio perverso, nos contorsiona la lengua y llena de vacíos nuestros estómagos.
Mi padre cuelga el teléfono, mi madre se llena de una angustia incontenible. Ella, experta en el arte de las señas cotidianas, entiende lo que no se dice y el significado de dichas señas. Se pone pálida, tiembla y sus ojos brillan. Pareciera que el tiempo se detiene o suspende para todos. Mientras, en la callejuela del frente de la casa, hay un alboroto típico, los vecinos cuya poderosa cualidad es el manejo óptimo de la información de cada vecino o vecina, ejercen la obligada guardia en las respectivas aceras de sus casas. Allí se derriten esperando, oyendo, conversando, mirando. Ellos, amos de la información en el barrio, nunca comparten con aquellos diferentes, las intimidades de nuestras callejuelas. Tejen y destejen las vidas, sus vidas como arañas ociosas.
La callejuela es esbelta, quizás mide un metro y algo más de ancho, ella está por encima de la avenida y pegada a su amado cerro. Camina paralela, oculta a la avenida principal dónde está el comercio, la estación de gasolina y las viviendas aparentemente privilegiadas. Los niños y las niñas agitados corren de una esquina a otra y juegan sobre ella, juegan a la vida.
La pregunta de rigor, hija de la angustia, sale de la boca de mi madre ¿Pasó algo? Le respondo con una evasiva e inmediatamente, le digo a mi papá que se acomode para bajar del cerro a la avenida a ver qué pasa con mi otro hermano, pues hubo un tiroteo. No más.
Así lo hacemos. Llegamos al sitio, luego de atravesar un mar de alertas humanos. El olor a miedo eriza los pelos, los carros casi paralizados, la chica del alquiler de teléfono de la esquina está desencajada y recogiendo nerviosa sus enseres. La licorería que se encuentra en la otra esquina de la avenida y sus clientes se encuentran estremecidos, la paga se puede ir y las barras de hierro que protegen el negocio del hampa ahora son un impedimento para la cobranza. La pálida luz del poste no da para mirar bien las huellas de la Muerte, ni siquiera la guadaña con todo y su brillo. Huele a sangre.
Avanzamos cautelosamente y en la esquina donde cayeron los vivos ahora muertos, se ve sangre regando la pata del poste de luz. Los mirones observan impávidos. Dan vueltas al sitio como si fuese un ritual. Nadie dice nada, pero el ruido es ensordecedor. Los vehículos serpentean, éstos no andan se arrastran y casi detienen su marcha frente al lugar.
Ahora, pasan por la avenida manchas grises, armadas, huelen a ira a dolor, los calibres son diferentes, van muy veloces. Van desesperados, buscan. El otro, el sobreviviente está huyendo y no es uno de ellos, no está de gris. No se sabe si son otros o uno sólo el que se ha bebido la vida. La clandestina complicidad, obligada y silenciosa, aparece ahora todos saben hacia dónde se dirigió, pero nadie le vio.
Mi hermano aparece, está en la esquina dónde habitualmente hace parada para taxear. Está acompañado de otro motorizado. Ambos cuentan que se acercaron al sitio cuando se inicio el tiroteo, pero que tuvieron que refugiarse cuando el otro armado, disparó en la cabeza a uno de los hombres de gris y luego continuó disparando sin ningún remordimiento, a cuanta sombra le rodeaba amenazante. Muchos cayeron ante la frenética e irreverente actitud de indiferencia por la vida. Palidece el muchacho contando aquella experiencia, describe como de la boca del hombre de gris vivo y ahora muerto, efervecía sangre de su boca. Se le iba la sangre, se le iba la vida. Su cuerpo brincaba en el piso, dice, como si algo quisiera salir de la carne, el poste fue testigo de aquel exorcismo. Los otros caídos han corrido con mejor suerte, les quedo algo de sangre, es decir de vida. Todo está lúgubre. La muerte brilla.
Ahora, el sermón de mi padre. Mi hermano, oye indiferente. Veremos. Retornamos y un alivio casi morboso saca los vacios que estaba en nuestros estómagos.
En casa, mi madre está sentada en el mueble de la sala, quince gotas de preciosa valeriana han domado las ansias y la angustia de su cuerpo. Nos pregunta. Le respondemos, que nada no le ha pasado nada. Sólo hay dos muertos y muchos heridos, pero podemos contarle sólo acerca de uno de los muertos. No te preocupes, él ya viene, le dice mi padre. Mi sobrina ha dejado de comer perdió, quién sabe dónde, el apetito. Ella es así. Ahora juega con sus dedos en la boca, creo que sus dientes están batallando con sus uñas.
Las casas de nuestro barrio son la mejor demostración del saber popular en cuanto a la construcción. En nuestro barrio tenemos toda clase de profesionales no titulados. Hay quién pega cerámica de forma magistral y muy limpia, el plomero, el electricista, el maestro de obra y hasta el que diseña. Asimismo no hay que ir muy lejos a buscar quien pegue un cierre, coja un ruedo, haga tortas, de clases, pinte una pared o arregle un artefacto electrodoméstico.
Han tomado por asalto el Bloque, dice mi padre. Quién había subido a la platabanda de la casa a cavilar. Mi otro hermano, llama y confirma lo dicho por mi padre. El es un brujo urbano. Hay mucho plomo, dice. Allá en el bloque morocho, eso está feo.
Desde la casa se puede ver los bloques de la urbanización adyacente al barrio. Según, estas viejas cajas verticales fueron construidas cuando el gobierno del tachirense Medina Angarita, por allá por la década de los cuarenta. Y mi padre ha visto como han caído las luces de los apartamentos. Pareciera un rostro que se traga a si mismo antes de recibir el golpe. Esta obscuro, la muerte de nuevo baila.
La comunicación y la información se hace mediante los alertas humanos, cada quién desde su óptica, cada quién aplica su estilo, le adereza, le quita. Sin embargo coinciden: son dos muertos y siete heridos. Se oye el eco de sonidos secos y secuenciados.
De pronto el silencio, ya en el balcón en lo alto de la casa, arriba de frente al amplio mar que se ve a lo lejos y oteando la cadena de cajas de concreto y las láminas que se ven desde la casa, intentamos retomar lo que extrañamente hacíamos antes de que la rutina nos asustara. Ahora son las 7:38 p.m.
La comunicación y la información se hace mediante los alertas humanos, cada quién desde su óptica, cada quién aplica su estilo, le adereza, le quita. Sin embargo coinciden: son dos muertos y siete heridos. Se oye el eco de sonidos secos y secuenciados.
De pronto el silencio, ya en el balcón en lo alto de la casa, arriba de frente al amplio mar que se ve a lo lejos y oteando la cadena de cajas de concreto y las láminas que se ven desde la casa, intentamos retomar lo que extrañamente hacíamos antes de que la rutina nos asustara. Ahora son las 7:38 p.m.